jueves, 5 de mayo de 2016

Susurro de libélula

Desnuda,
tumbarme sobre la hierba en un día nublado y con lluvia.
Dejar que las hebras, retazos verdes de vida, se cuelen entre mis dedos y empapen hasta lo más profundo de mi ser.
Dejar que mis propias lágrimas se disfracen de rocío matutino.
Permanecer en silencio.
Imaginar —desear— el aleteo de las libélulas como un susurro de nadie en particular.
Sentir las manos del desconocido sobre mi pecho descubierto y hacer funambulismo en la fina línea que separa la vergüenza de la excitación.
Luego, dejar que sus manos abran mi caja torácica.
Reír ligeramente al notar cómo sus uñas crean una pequeña melodía al acariciar mis huesos.
Ver cómo el extraño se convierte en humo y se eleva. Desapareciendo y mezclándose en la niebla.
Esperar en silencio.
Abrir la boca y dejar que la lluvia pinte mis dientes de melancolía.
Sentir cómo los pequeños tallos de las flores se enredan traviesos entre mis costillas creando intrincados dibujos.

Dejar que crezcan.
Dejar que mi pecho se llene de algo bello.
Dejar que crezcan.

Hasta de pronto tener una camelia por corazón.
Camuflar el olor pútrido de mi alma con el aliento de las flores.
Y por fin,
respirar.