domingo, 12 de junio de 2016

Noches de verano

Recuerdo aquellas noches en las que solo quería correr con los pies descalzos y aullarle a los coyotes. Dejar que la tierra se colara entre mis dedos, haciéndome daño, y cosquillas a la vez.

Noches de junio, en las que el aroma del verano comenzaba a tomar la forma de tristes notas de guitarra solitaria en manos de un joven con un aura tan vibrante y un brillo tan especial que no necesitaba nombre.

Noches en las que él me pintaba, pero sin pinceles ni colores, tan solo con sus traviesas pupilas. Y es que adoraba cómo me miraba. Mientras mis noctámbulos iris bailaban en sus ojos de mar, él me adoraba vehementemente, de una forma casi sobrenatural.

Noches en las que me dibujaba bajo el vestido, como si fuera un lienzo en blanco, con una de las espigas de su alma, hasta hacerme florecer, cada noche de una manera diferente.

Noches de ensueño en las que, tumbados sobre la hierba, sentíamos cómo miles de ojos morían sobre nosotros.

Noches quiméricas donde cientos de luciérnagas, suspiros de estrellas, nos observaban con descaro y envidia, y nosotros reíamos, y besábamos la hierba mojada y la tierra y los capullos marchitos de las rosas, sucios vástagos del amor puro.

Noches somnolientas en las que mi corazón se sentía confusamente feliz al ver su tenue sonrisa de luna incompleta.

Noches en las que solo quería dormir enterrada en él.

Y así siempre, hasta que llegaba el invierno...

Recuerdo esas largas noches de verano. Cuánto las amaba y las odiaba a la vez.