jueves, 25 de octubre de 2012

Sueño

Descansaban mis cabellos rojos sobre la blanca almohada de mi cama haciendo ver pequeños ríos de sangre que fluyen sobre la suave y fría nieve. Un crimen cometido, asesinato de un pequeño cervatillo que saltaba lleno de vida.

Siento como Morfeo me arrulla en sus brazos y susurra en mi oído hermosas palabras en forma de canto de un ruiseñor que entona al alba cada mañana antes de que nadie pueda despertar.
Mi alma descansa tranquila, sosegada y apacible hasta que Morfeo me traiciona y me roba un beso.

Fue un beso casto, puro e inocente, un beso bello de los que solo en los cuentos se pueden hablar, aquel que despertó a la princesa, aquel con el que el sapo se convirtió en príncipe, aquel por el que murieron Romeo y Julieta. Solo fue un segundo, un efímero instante, un grano de arena que cae dentro del reloj, mas eso valió para envenarme enteramente y llevarme a un mundo quimérico, mi propio mundo imposible, el mundo de mis sueños donde guardo deseos que ni yo misma sé que existen.

Hallábame yo sentada sobre una banca de madera brillante que relucía como el trigo en el campo un día de agosto a media mañana bajo el astro rey. Todo a mi alrededor era borroso, confuso e impreciso. No podía ver más que una niebla de colores diáfanos y brumosos. La sensación de mi propia existencia era mínima, casi como si fuera una pluma que adorna el esbelto cuerpo de una golondrina que alza su vuelo hoy. Quizás fuera por mi vestido de tul, el cual podrían envidiar las nubes más altas en el cielo, ligera como el viento pero con los pies descalzos puestos en el suelo o quizás es que mi cuerpo me había abandonado.

En esto, pude observar como la hierba se colaba entre mis dedos y me mojaban por el brillante rocío de las pequeñas briznas que sobresalían entre las demás. Una mirada hacia el despejado cielo, para solo poder ver una nube gris en el horizonte que amenazaba con llegar y estropear el día por el que todos los girasoles del mundo hubieran muerto al ver su hermosura. Una suave brisa marina que arrastra cánticos lejanos acaricia mis cabellos de fuego que hoy parecen deslumbrar más que nunca.

Aquel sonido que escuchaba hace pocos segundos mientras disfrutaba del aroma de las olas se hacía cada vez más fuerte, era pura melodía, algo totalmente perfecto, si se hubiera escrito cada nota en un pentagrama luciría como una obra de arte en el museo más aclamado del Universo. Era un arrullo, eran palabras suaves que hacían a mi corazón latir con todas sus fuerzas sin poder parar.
 Sin poder aguantar más la curiosidad, cual gato me deslicé sigilosa hasta encontrar la fuente de esa perfección.
Era la voz de un joven trovador, que cantaba historias sobre un héroe cuyo nombre no recuerdo ya que estaba abstraída enteramente por su dulce voz.

En un momento de valor grité llamándole:

"¡Por favor, deléitame siempre con tus cantos! ¡Por favor, te lo suplico, no dejes nunca de hablar! Trovador, de tu garganta solo salen diamantes, te lo ruego, nunca pares de cantar"

El joven de ojos color estaño y sonrisa de ángel me miró con ternura y se acercó a mí ofreciéndome su mano. Tímidamente y sintiendo como mis mejillas se tornaban del color de las amapolas cogí esta y mariposas en mi estómago empezaron a volar, mis piernas temblaban de pura emoción y el pelo de mi nunca se erizaba sin poderlo contener.

El me respondió también:

"Querida mía, llevo esperándote una eternidad. Siempre viendo un destello rojo en mi camino sin poder decir que es, siempre sintiendo un alma alegre a mi alrededor, mas no podía asegurar a quien pertenecía. Una risa en mis oídos siempre escuchaba. Ahora sé que eres tú, por fin has venido a mi jardín. Camina conmigo y te daré mi corazón, nunca dejaré de cantar si es lo que deseas, mi niña. Sé mía para siempre y yo seré tuyo"

Tras esto posó sus labios sobre los míos y una pequeña lágrima de felicidad acarició mis mejillas, toda la felicidad comprimida en una gota de agua salada.

Pasó el día y la luna apareció en el cielo, no solo una noche, muchas noches, infinitas noches. Ese día el trovador me llevó hasta un pozo en el cual se mostraría todo lo que deseáramos ver. Yo, por curiosidad,  pedí ver mi casa, a mi familia, todo lo que amaba antes de ir al pequeño jardín en el que era tan feliz.

El pozo me mostró algo que nunca imaginé, algo totalmente increíble y horrible a ojos ajenos a los míos. Una tumba de piedra gastada y adornada con algunas rosas blancas era lo que el pozo me mostraba. En el epitafio una frase grabada quedó.

                                                   "Aquella que con una lágrima murió"

El trovador me había matado con aquel beso, sin embargo, no descargué mi ira contra él, no lloré, ni grité. Ni siquiera un pequeño sollozo. Al contrario, sonreí a mi querido y tan amado trovador porque moriría una y mil veces por estar con él.

Mi deseo más profundo, la muerte fue.


viernes, 19 de octubre de 2012

Colibríes


Temo a los colibríes que revolotean en el alféizar de mi ventana, los miro desde detrás del traslúcido y diáfano cristal. Aquel que es el más delicado y frágil de toda la casa, el más gélido, tan frío que si alguien se atreviera a tocarlo moriría congelado en cuestión de segundos.

Pero el cristal tienen una peculiaridad muy curiosa: al mínimo toque de calor se resquebraja y se rompe. Muchas veces antes el cristal se rompió, dejando miles de hebras afiladas que invitan a la muerte, a la carne y a dibujar la línea en las muñecas que empuja al alma a escapar. Pero nunca llega a escapar del todo.

Temo al Sol, las cálidas y suaves brisas veraniegas me atormentan y, cual niña pequeña que se asusta del monstruo que vive oculto en su armario y amenaza con comerla hasta las entrañas, me agazapo bajo las sábanas de mi cama y espero a que llegue el otoño, donde el álgido viento volverá a envolver mi cristal y evitará que esos pájaros entren en mi mente.

Sigo mirando los brillantes pájaros de alas centelleantes, argénteas, deslumbrantes. Pico fino y esbelto. Patas con garras de plata las cuales no me importaría que acariciaran dolorosamente mi piel, como ya han hecho antes.
Y entonces ocurre, para mi desgracia el Sol aparece y con una de sus espadas luminosas golpea el frágil cristal. Mi mente se espanta y se amedrenta a cada impacto. Mis pupilas brillan y se dilatan, se acerca lo peor, lo indeseado, despreciable y odiado…

Temo por mi corazón, el cual palpita ahora sin parar. Los veloces pájaros destrozaron el cristal y abrieron mi pecho con sus pequeñas garras colándose en este de lleno. Sus ágiles alas se agitan en mi interior haciendo que mi corazón bombee sangre a un ritmo presuroso.

Calma, calma, me repito una y otra vez. No caigas, no caigas, insisto en mis pensamientos. Pero no hace caso, no hay nada que hacer, los pájaros ya están ahí y no van a escapar nunca más. Un nuevo sentimiento florece en mi interior. Mi mente se rinde y deja paso a este abominable y repelente sentimiento al que siempre he detestado y amado con todas mis fuertes. Mi mente lo odia, pero mi corazón lo ama.

Temo que al salir a la calle vea algo o a alguien y los pájaros se encaprichen de ello. Tapo mis oídos y grito con fuerza para evitar escuchar algo que a los pájaros les guste y por consiguiente, a mí corazón. Arrancaría los ojos de mis cuencas para no poder ver algo hermoso y que los pájaros quisieran volar hacia aquello de extrema belleza.

Y entonces ocurre, palabras veladas venidas de un lugar que no alcanzo a conocer se cuelan entre las hojas de los árboles moviendo estás, y haciendo que un embriagador olor se cuele por mi ventana. Lo inhalo sin poder evitarlo y todo mi ser se inunda de este arrebatador aroma. Abro los ojos, destapo mis oídos y corro hacía la ventana. Apoyo mis manos sobre el alféizar, clavando los cristales rotos en mis palmas y convirtiendo el traslúcido cristal en uno opaco de color rojo, me asomo y entonces oigo aquellas palabras, aquel dulce sonido, aquel precioso silbido en el viento. Y lo veo entonces.

Temo al juglar que canta bajo mi ventana, temo que mis ojos no puedan apartarse de este, temo que mis oídos sangren por la preciosa musicalidad de sus palabras, tan hermoso que mis oídos no estén hechos para aguantar tal luminosidad de sus cánticos y mueran.

Al igual que haría una damisela pretendida por un enamorado, tiro el pañuelo de seda más preciado que tengo y espero que mi amado lo recoja.

Temo que las brisas cálidas se conviertan en gélidas y una terrible y helada ráfaga del mismo llegue y haga volar mi pañuelo lejos de mi amor.

jueves, 18 de octubre de 2012

Princesa de Paja



Este cuento que estás a punto de leer, no es el típico relato lleno de castillos encantados, corceles blancos de largas crines que bailan con el viento, pérfidas brujas o finales felices. Tan distinto es este cuento que quizás quieras dejar de leerlo en cuanto veas el horror que lleva en cada una de sus letras; la oscuridad, la tenebrosidad y la lobreguez de cada sílaba marchita.

Quizás esto no se debería llamar “cuento” entonces, pero lo llamaremos así por un único elemento que es tan característico en este género de literatura, que opaca cualquier otra categoría en la que podamos clasificar este texto: Una princesa.

Una princesa no de trenzas doradas ni de suaves hebras conformando su cabello, ni de sonrisa dulce y labios de color cereza. Nuestra princesa tenía el cabello de paja, una mirada apagada y una sonrisa melancólica con la que siempre intentaba llenar la soledad que sentía cada vez que se mirada en el vacío espejo que adornaba sus aposentos.
Ella era de delgada figura, expresión enfermiza en su marmóreo rostro, y sobre éste, incrustados dos cristalinos ojos que parecían no tener vida. La princesa cantaba, reía e incluso bailaba cuando era preciso, en la superficialidad de su alma se divertía, mas en su corazón sabía que no era feliz, algo faltaba, ¿pero qué podía ser? Algo no iba bien y ella en el fondo lo sabía pero no quería darse cuenta.

La verdad era que su castillo estaba construido sobre un pantano y amenazaba con hundirse en cualquier momento. La robusta, dura roca y de aburrida apariencia parecía sostenerse sobre el lago negro en el que crueles sirenas de dulces cánticos invitaban a saltar desde una de las altas torres.
Un día, ocurrió algo fatal.
El castillo se comenzó a hundir, mas la princesa no le dio importancia:

“El Rey y la Reina lo arreglarán, siempre lo hacen. No tengo de qué preocuparme”

Y dicho esto la princesa se sentó en el suelo y comenzó a jugar con una preciosa muñeca de porcelana ya destrozada, con un rosáceo vestido raído y las cuencas de los ojos vacías. La gustaba jugar con aquellas cosas, la gustaba sentirse niña, y como era la princesa del castillo y hacía lo que quería, nadie le reprochaba nada.

Una larva de mariposa salió del ojo de la muñeca, pero la princesa no se asustó, simplemente sacudió la muñeca y dejó que el asqueroso e inmundo animal se alejara. Este se quedó en una esquina de la habitación esperando en silencio.

En esto llegó el otoño, las nubes de color gris, las mariposas muriendo y el cántico de las sirenas destrozado, clamando a gritos que las sacaran de la fría y gélida agua de color negra. Maldito pantano que seguía hundiendo el castillo a cada segundo agrietándolo más, rompiéndolo por completo. Muchas de las rocas que conformaban el adarve habían caído ya, mas la princesa no se había dado cuenta. Ella se encontraba en la torre del homenaje, hacía días, semanas, que no se movía de allí, pasando su vida casi sin darse cuenta, un día tras otro, un día tras otro. Cada preciso y efímero instante de felicidad ella lo veía pasar orbitando a su alrededor pero jamás llegando a ella.
Y entonces, asomada a la ventana y mientras suspiraba, vio revolotear a su alrededor una mariposa. Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro y dejó que el insecto volara libremente por allí, pero la mariposa decidió posarse sobre la mano de la princesa y entonces descubrió que no era una mariposa cualquiera. Sus alas negruzcas, de gran tamaño y patas peludas la delataban. Un dibujo aterrador sobre sus alas afirmaban lo que parecía inevitable: La calavera, la muerte. Una Esfinge Calavera se había posado sobre la princesa, no felicidad ni alegría, no un sentimiento de paz, ni una brizna de hierba fresca. Solo la muerte.

La princesa de paja echó a la mariposa de su castillo y le chilló que no volviera, con todas sus fuerzas lloró de rabia pura, su nítida y tímida voz ahora opacaba los graznidos de los cuervos. Atronador destello del eco que inunda el nublado cielo.

Cuando el Sol está a punto de huir de la Luna, su más perversa enemiga, un trocito de cielo muere, su sangre va empapando las nubes y el tono azulado que suele tener el firmamento. Y entonces oscurece y el Sol muere por enésima vez, los dioses limpian el cielo y sobre este se refleja el oscuro pantano.

Y el castillo... el castillo se hunde. Las rocas se sumergen en el pantano, que ahora se tiñe de rojo por culpa de las sirenas que mueren aplastadas por la fría piedra, sus cráneos se rompen y sus ojos explotan. Ya nunca más volverán a cantar, nunca más atraerán la muerte, nunca más a la Esfinge Calavera. Nunca más.

La princesa de cabellos de paja sufría en silencio aquella catástrofe, se aferraba a su muñeca, cerraba los ojos con fuerza e imaginaba que estaba en otro lugar mejor. El Rey desapareció y la Reina, desconsolada, intentaba entrar en los aposentos de la princesa, más esta no la dejaba. Simplemente siseaba para que se callara y agarraba su muñeca con fuerza. El castillo acabó por hundirse, pero la princesa no murió, milagrosamente se salvó. Salió de su habitación y no vio nada. Todo estaba vacío. Era negro y rojo y gris oscuro. Todo había desaparecido. Su castillo ahora parecía una pocilga y sus ropajes parecían de sirvienta, tal vez así hubieran sido siempre.

Agarró con las manos la muñeca rompiéndola por completo, su infancia rota, ¿su infancia? Hacía mucho tiempo que había dejado de ser una niña pero no se había dado cuenta. Ahora, lo que hace un segundo estaba bien, destruido se hallaba. Sueños, ilusiones, deseos... Maldita mariposa, maldita mariposa de alas negras que atrae las desgracias a una pobre flor de cristal que ya tiene demasiadas grietas. No la atormentes más, cruel y vil mariposa negra, deja a la niña en paz.

Cuando todo parecía estar perdido, una vendedora de manzanas rojas pasó delante de las ruinas del castillo y miró a la ahora mujer.

_¿Qué te pasa, niña?
_¿Niña? Yo ya no soy una niña.
_Cierto, no lo eres. _La anciana la ofreció una manzana, pero la niña la rechazó en un primer momento_ Cómela, y entonces algo cambiará en tu vida. Algo que no ves aparecerá, está ahí.
_ ¿El qué? Aquí no hay nada, solo roca muerta, cristal roto, cortante y olor a tristeza. Ni siquiera ahora mis ojos desprenden las suficientes lágrimas como para que pueda sobrevivir bebiendo de ellas.
_ Tómala, niña. Mucho bien te hará.

Y dicho esto la vendedora de manzanas desapareció. La princesa cogió la manzana y jugó con ella un rato, pero sin dar ningún bocado, no fuera a ser que se durmiera como en aquellos estúpidos cuentos de ranas que se convertían en príncipes y de frívolas princesas que solo buscan un marido que las sustente.

En esto pasó un juglar. Un hombre de extraño humor que hizo reír a la princesa por primera vez de verdad, chistes, canciones y versos sacados de los más hermosos libros hasta entonces escritos. Halagos y sensación de calidez en su pecho. Y sus ojos cristalinos ya parecían tener algo más de vida.

_ ¿Y qué hacéis ahí parada, princesa?
_ ¿Qué más puedo hacer sino, querido juglar de miel?
_ ¡Comed la manzana! Muy delgada estáis, debéis tomar algo si queréis bailar y cantar de verdad.
_ ¿Por qué una manzana me ayudará ahora?
_ ¿Y por qué no? Mirad más allá de vuestra nariz, hay algo ahí de lo que nunca os habéis dado cuenta, probad y veréis.

La princesa dio un pequeño bocado y en un instante, sus papilas gustativas se abrieron ante un sabor nuevo, el éxtasis la sumergió entera en un placer inimaginable. ¡Dulce ambrosía! ¡Dulce rojez que no mata! Otro bocado, y otro más, una pequeña gota del zumo de la manzana se deslizó por su cuello bañando este y cayendo hacia el suelo. Sobre una pequeña florecilla de color roja.
La princesa miró hacia abajo y lo vio, su expresión pasó a ser de confusión y dejó la manzana a un lado.

_ ¿Qué os asombra tanto, princesa?
_ Una flor a mis pies, querido juglar de miel.
_ ¿Una flor? ¿Y si tiráis de ella? Quizás no sea una flor.

La princesa lo hizo y tiró de la flor, con mucha fuerza, toda la que tenía, hasta que la flor empezó a ascender por sí sola dejando ver un robusto árbol con las hojas más rojas y bellas que los propios rubíes. De su tronco la savia salía con fluidez y hacía que este brillara en tonos dorados, como si fuera oro.

_ Un árbol... _susurró la princesa_ Un árbol hermoso, cálido, lleno de luz.
_ Ahí está. No todo está perdido, princesa. Este árbol es como un rayo en vuestra vida ahora.
_ ¿Un rayo?
_ Un destello de luz que ilumina la oscuridad y que huye del atronador eco de la maldad y la desolación, esta nunca le alcanza, nunca lo hizo y nunca lo hará.
_ Que hermosa visión, querido juglar de miel, quiero vivir en el árbol.

Pero al decir esto el juglar se fue y la princesa descubrió que este camino era solo suyo, nadie más podía recorrerlo. Podía quedarse en su castillo y dar la espalda al árbol rojo o fundirse con él. La princesa no dudó y abrazó el árbol introduciéndose en él poco a poco. Y con un destello de luz tan luminoso como un potente rayo, desapareció. 

Nadie sabe a donde fue, tampoco hablaron de ella demasiado. Solo ella lo sabe y así será siempre.

sábado, 6 de octubre de 2012

Alice


Hallábame yo sentada sobre una de las austeras y sobrias sillas en la mediana habitación de color amarillenta  y negruzca por el paso de los años y de las miles de personas que pasaron por allí antes que yo. Sobre la asquerosa pared, pintadas obscenas y nombres de personas que intentan pasar a la inmortalidad solo por escribir un par de letras ya no me impresionan a la vista, tan acostumbrada a este tipo de “arte” primitivo decidí dejarlo pasar y ni siquiera posé mis melancólicos ojos sobre estas.

Estrepitosas y tontas risas que intentan llenar el eco del cuarto. Palabras veladas que despliegan sus pequeñas alas tratando de llegar a mis oídos pero que se queman al intentar atravesar la atmósfera de mi aura de ébano.

Pero solo pasa un segundo para que todo eso quede a un lado y mi mente se llene de imágenes subrealistas, mis párpados se cierran y el aleteo de mis pestañas producen un tremendo huracán en mi pequeño mundo, ahora destrozado, cual efecto mariposa que causa estragos en una ciudad cualquiera.
Sin embargo ya estoy dormida, no puedo despertar, mi cuerpo se siente pesado y mi alma ha volado ataviada con un ropaje totalmente distinto al que suele usar, este pareciera estar hecho de plumas de cisne arrancadas brutalmente del pequeño y dulce animal ahora siendo de un precioso color rojo y ligerísimo que me permite flotar.

Y así, cual Alicia en su país de las Maravillas, me encuentro sumergida en un mundo de fantasías y lleno de recuerdos que ya había olvidado. Un castillo totalmente destrozado, la piedra dura, gris y muerta tirada en el suelo. Árboles ardiendo, una cascada de lágrimas que desemboca en un gran lago del cual no puedo ver el fondo, un camino hecho por baldosas de oro que acaba en un precipicio lleno de lanzas oxidadas y puntiagudas que atraviesan muñecas de porcelana, peluches y juguetes similares.

Todo ha acabado, ya no existe nada de ese mundo. Aquel mundo de fantasía está roto ahora, destrozado y totalmente demacrado... El cielo de color nácar que antes adornada mi país ahora es de color rojo, del color de la muerte.

Me siento en una de las rocas de mi antes hermoso castillo de ensueño y miro el horizonte perdiéndome entre tanta atrocidad. Y me doy cuenta de que mi alma pesa de nuevo y de que mi vestido de plumas de rubí se quema estando aún en contacto con mi piel, pero el fuego no hace daño, ni siquiera me roza. Mi mortal aura lo detiene.

Parpadeo de nuevo volviendo al mundo en el que las risas y las palabras aladas vuelven a convertirse en cosas que tendré que hacer ver que parecen significantes.

lunes, 13 de agosto de 2012

Grieta


Notar como el pecho arde, el corazón resquebrajándose poco a poco, sintiendo como si un alambre de espino lleno de púas oxidadas abrazaran este con fuerza, nunca queriendo dejarlo ir, hiriéndome lentamente, haciéndolo sangrar. Notar un nudo en la garganta impidiendo tragar ni una gota de saliva, miles de cristales clavados en mi cuello que se van introduciendo más y más con cada respiración. Sensación insoportable, inaguantable, insufrible... Cayendo al suelo arrodillada, llevando mis frías y sudorosas manos a la cabeza, arrancando el pelo y aún sin poder gritar, lágrimas brotando de mis ojos sin cesar, éstos, más rojos que la propia sangre, quemando como nunca.

En un último esfuerzo clavo las uñas en mi garganta por fin dejando escapar un sonoro alarido, rompiendo los cristales y pareciendo tragar estos, rajando mi esófago y colándose por éste hasta llega a mi torrente sanguíneo, directo a mi corazón, que se para de inmediato. Ya no hay dolor, el suelo se funde con mi cuerpo inerte, agotado y completamente destrozado, pero por fin, sintiéndome libre.