viernes, 28 de julio de 2017

Danza Macabra

Me encantaba verle bailar.

Tumbada en la cama de su dormitorio y apoyando mi cabeza sobre su almohada, observaba relajadamente cada uno de sus movimientos mientras aspiraba el aroma que desprendía la tela.
Tenía un aroma especial: Olía a chico.

No a colonia o a sudor. No a hombre o a niño. Sino a chico.

Siempre me había gustado abrazarle en un intento de que se me pegara algo de aquella esencia tan singular, pero no había llegado a ocurrir nunca.

Este pensamiento se fue apagando poco a poco cuando mis oídos de pronto se centraron en la música que invadía el cuarto. La canción había terminado y había vuelto a reproducirse de nuevo. Esta era la séptima vez que sonaba la misma melodía, pero no me importaba. Era agradable y, aunque no sabía el nombre del grupo que la interpretaba, me gustaba... Bueno, solo me gustaba cuando él la bailaba.

Cuando él comenzó otra vez la secuencia de movimientos y mis ojos se posaron en su esbelto cuerpo, mi mente se llenó con un pensamiento: Quería besarle.

Pero no en los labios, pues no estaba enamorada de él. Sentía amor por él, todo mi corazón lo sentía, pero no esa clase de amor. Era algo más. Un sentimiento al que aún nadie había puesto nombre.

Quería besarle... las caderas.

Si me gustaba verle bailar, más me gustaba aún cuando los huesos de la cadera amenazaban con atravesar su frágil y pálida piel de ángel. Se me asemejaban a dos bellas colinas intentando florecer en la nieve.

De pronto detuvo su danza y, tras pasarse una mano por entre los sedosos y mojados rizos negros, retirando así el exceso de sudor, se miró en el espejo durante largos segundos. Luego llevó sus manos hacia el elástico de su pantalón y lo ajustó.

Yo sabía exactamente lo que estaba haciendo. No quería subirse los pantalones, no era que se le hubieran caído... y ese era justamente el problema. Que no se le habían caído.
Su mirada se volvió sombría y sus cejas se fruncieron ligeramente. Alguien desconocido no notaría las diferencias en su rostro, pero yo no era ninguna desconocida.

Esa era la mirada que ponía cuando se daba asco a sí mismo. Cuando sentía verdadera repulsión por cada centímetro de su cuerpo.

Rápidamente se quitó los pantalones y los tiró al suelo. Se dio un golpe en el estómago con su propio puño y continuó bailando.
Yo alargué mi mano y recogí la prenda para doblarla. Pasé la yema de los dedos por el elástico. Aún recordaba el día en el que, a medio vestir, semidesnudo, se presentó ante su madre pantalones en mano pidiéndole que le metiera una goma.

"Pareces un fantasma", dijo su madre derramando lágrimas y recogiendo la ropa para comenzar a coser.

"Ya ni siquiera duermes. Solo bailas y haces ejercicio. Tienes los ojos hundidos y llenos de ojeras..." Se dijo a sí misma más que para alguien en particular.

Él sonrió socarronamente y contestó: "Me gustan los fantasmas"

Y yo sonreí porque también me gustaban los fantasmas.

Acabó de bailar y tomó dos sorbos de un brick de leche que tenía sobre su mesilla de noche. Era casi lo único a parte de agua que se permitía beber. Y era más por miedo que por otra cosa.
Quería cuidar sus dientes, aportarles el calcio que necesitaban.
Desde el día en el que cepillándonos los dientes uno de los incisivos empezó a movérsele y a sangrar profusamente, decidió tomar un vaso de leche al día.

Se tumbó en la cama a mi lado y comenzó a respirar profundamente, intentando apaciguarse todo lo que podía, dejando su pecho subir y bajar libremente.

Casi sin darme cuenta, mis dedos se posaron sobre sus costillas y comenzaron a recorrerlas, como si se tratasen de empinadas escaleras, hasta llegar al centro del pecho.

"Eres perfecto", dije. Como había dicho tantas otras veces.

Él sonrió de medio lado y se sentó en la cama, mirándome intensamente.

"Aún me queda un largo camino para ser perfecto"

Entonces se levantó de la cama, y volvió a bailar.