miércoles, 30 de noviembre de 2011

Madelain

          Caminaba perdido sin rumbo decidido por el cementerio, absorto en mis más profundos e inconfesables pensamientos. Era viernes y ya la noche estaba bien entrada, incapaz de dejarme seducir por Morfeo, no pudiendo pensar en otra cosa más que en ir a encontrar el amor, me dispuse a salir de mi morada y vagar por el propio jardín de la Muerte. Con la idea de encontrar a mi amada por estas sendas, deambulé hasta lo más profundo de aquel peculiar jardín, hasta el lugar más recóndito, más apartado, un lugar donde ni siquiera los cuervos, hijos de la noche y protagonistas de varios cuentos fantasmales, se atrevían a ir.
          Varias historias contaban que una joven, de tez tan pálida como el mármol, más pura que la nieve, paseaba cada viernes por estos lares a altas horas de la noche. Las leyendas cuentan cosas horribles sobre ella, hija del demonio, que seduce a los hombres con sus maravillosos ojos verdes, tan brillantes como la primera brizna de hierba que crece salpicada por las pequeñas gotas de rocío, hermosos cuales dos esmeraldas puestas sobre un rostro esculpido por los mismísimos ángeles negros… Ciertamente esos ojos podrían hacer enloquecer, perturbar, delirar a cualquiera que posara sus humildes pupilas sobre ellos. Ella, devoradora de almas. Sus cabellos, decían, eran como el Sol, más dorados que el mismo oro, cada mechón de su larga melena parecía bailar con el aire frío y gélido que sopla en noches como esta, noches en las que toda buena persona que estuviera en su sano juicio debería estar en su casa. Mas yo no, ardía en deseos de encontrar el amor, y estaba convencido de que ella, aquella dulce muchacha, podría llegar a enamorarme.

          Entonces la vi, un solo segundo, un instante bastó para que la imagen de aquella figura de ensueño, para que aquella maravillosa criatura, quedara retenida en mi mente para siempre.
Se encontraba sentada sobre una de las muchas tumbas ya olvidadas, cubiertas de hiedra que envenenaría con solo rozar ligeramente una de sus hojas, flores marchitas adornaban las delicadas manos de mi joven amada, las acariciaba con tanta ternura que en ese momento deseé estar en el lugar de aquellas flores muertas y sin un ápice de vida. Se giró rápidamente al oírme pisar con una de mis escandalosas botas una de las muchas hojas secas que ornaban el suelo. Ágil como un gato, se levantó y me miró con esos grandes ojos verdes. Quedé embrujado inmediatamente bajo el hechizo de esos hermosos ojos, una inocente sonrisa atravesó el perfecto rostro de la pequeña muchacha que, majestuosa cual visión de un cisne desplegando sus alas por vez primera, abandonó el cementerio dejándome ver solo el vuelo de su vestido blanco. Aquel vestido se asemejaba con la espuma del mar que aunque aparece por el choque brutal y enérgico de dos grandes olas, solo quedan como resultado pequeñas y frágiles gotas blanquecinas que suavemente desaparecen, casi como si nunca estado allí, invisibles, incorpóreas, etéreas…
          Así es como fue el encuentro con mi amada, aquella encantadora niña a la que no podré sacar de mi cabeza nunca más.

          Pasadas dos noches de aquel primer acercamiento, no podía parar de pensar en ella, no comía, no bebía, no dormía, tan solo podía pensar en esa mirada embrujada que tanto me había cautivado. Un aleteo incesante se halla en mi cuerpo desde esa noche, vuelan en mí hermosas mariposas de brillantes alas de colores áureos y resplandecientes, más brillantes que las propias estrellas que iluminan el oscuro cielo. Pequeños destellos luminosos quedan grabados en toda mi alma, viajan sigilosas e inexistentes para ojos ajenos, pero yo sé que en mi corazón vuelan traviesas sin parar un segundo. A veces hacen daño, pero es un dolor tan placentero y grato que sería capaz de morir por él.

          Espero ansioso, anhelante, impaciente a que el reloj dé las doce de la noche, hoy viernes de nuevo espero volver al cementerio y reencontrarme con mi amada, tantas veces esta semana he imaginado, he soñado con ella, con esos ojos verdes, sus radiantes cabellos, su preciosa sonrisa… Cuando por fin las manecillas cantan en graves tonos me encontré saliendo apurado y muy nervioso por la puerta de mi hogar, ni siquiera cerré el gran portón de madera, el tiempo era impaciente conmigo y no quería esperar más, sudores recorrían mi cuerpo, las mariposas volaban cada vez más fuerte dentro de mí, mi alma turbada parecía querer salir de mi cuerpo e ir a encontrarse con ella mucho antes de lo que mis piernas podían correr. Deseaba poder verla de nuevo, deseaba tocar a aquella joven y hermosa muchacha. La anhelaba profundamente.

          Llegué rápidamente, podía oír a los cuervos cantar sus estridentes melodías casi mortales, pareciendo querer avisarme de algo, pero no tenía tiempo para escucharlos, no hoy. Acercábame yo a la tumba cubierta por la ponzoñosa hiedra cuando sentí mi corazón parar. Ella no estaba. Su esbelta figura no se encontraba hoy sentada aquí, me alarmé, recorrí el jardín una y otra vez, volviendo cada poco tiempo a aquella tumba, pero mi amada seguía sin aparecer. Desesperado me senté sobre aquella tumba, sin querer me pinché con las venenosas hojas de la hiedra, pero no me importaba, mi mente estaba demasiado confundida como para enviar señales de dolor a mi cuerpo. Las mariposas ahora quemaban, una angustia casi imposible de explicar me sumía enteramente, mi corazón se oprimía, se prensaba, se aplastaba contra mis costillas. Era insoportable. Miré de nuevo la tumba, un nombre estaba escrito en ella, Madelain. Se me hizo un nombre hermoso, digno de una dama bellísima. Quizá tan bella como mi amada. Con gran desconsuelo volví a mi casa. Cerré puertas y ventanas y dejé que la oscuridad me invadiera por completo.

          Llegó el siguiente viernes, y el otro, y el de más allá, pero mi querida niña no quería aparecerse ante mí, ¿acaso la asusté cuando me vio? ¿acaso la culpa la tenía yo? Qué clase de monstruo podía ser yo al espantar a una criatura tan bella como aquella, una criatura tan única, tan maravillosa… Cada viernes me preguntaba lo mismo: “¿Amada mía, hoy vendrás?” Y cada noche ocurría lo mismo, ella no se dignaba a aparecer ante mí. Mi locura se volvió tan inmensa que pasaba las horas hablando con la tumba de aquella bella dama de nombre Madelain. Yo hablaba incesante sobre mi amada, y ella, Madelain, me escuchaba pacientemente, casi podía oír sus contestaciones entre las ramas de los cipreses cuando el viento se colaba entre éstas realizando pequeños y dulces murmullos que parecían darme ánimos y aliento, esperanza…

          Tras dos meses de larga espera, de interminables paseos por mi ya tan conocido y peculiar jardín, decidí que aquella sería la última vez que la esperaría, no porque mi alma no quisiera aguardar por ella eternamente, sino por mi cuerpo, ahora demacrado, esquelético, pálido ya que solo recibía la luz Lunar, enfermo… La falta de alimentos se hacía patente en mí, pero con aquellas fastidiosas mariposas ardiendo aún por toda mi alma, esparciendo esas llamas endiabladas por todo mi ser, era imposible alimentarme correctamente. Casi sin fuerzas caminaba por el cementerio, hoy, viernes, la noche era muy hermosa, una noche de Luna espléndidamente redonda y brillante, el frío helado hacía estremecer hasta el último de mis huesos, mi alma temblaba, pero no estaba seguro de si era por frío, por miedo o por nervios. Probablemente fuese por las tres cosas. Camino hacia la tumba de hiedra cuando me detengo, mi corazón da un vuelco tan fuerte dentro de mi pecho que, por un momento, pensé que se había parado. Mis pupilas se dilatan al ver tan fantástica imagen delante de mi. Ella. Simplemente ella, la más bella de las criaturas estaba de nuevo sentada sobre aquella tumba, pero esta vez, al verme no huyó, no se alarmó ni se asustó, solamente me sonrió, esta se me hizo la sonrisa más perfecta que había visto jamás, dientes perfectos, labios carnosos del color de las rosas que están a punto de morir. Perfecta. Las mariposas ardientes de mi estómago se calmaron y comenzaron a brillar de nuevo, con una luz mucho más intensa, con un aleteo mucho más poderoso, casi podría haberme echado a volar de lo fuerte que batían sus alas dentro de mi alma.
          Me acerqué a ella, y me senté a su lado, tenía muchas cosas que contarle a mi amada, tantas palabras hermosas que había ensayado en mi mente una y otra vez para expresarle todo el amor que sentía por ella, toda la pasión, todo el anhelo que había tenido que aguantar hasta que se apareció de nuevo… pero no podía hablar, solo podía admirar aquellos ojos verdes, aquellos que me habían embrujado durante tanto tiempo, aquellos que amaba más que a mi propia vida… Solo pude preguntar una cosa, una sola cuestión consiguió escaparse por mi garganta. Le pregunté su nombre, quería saber el nombre de mi hermosa y encantadora amada. Pronunció una sola palabra con una voz angelical.

                                                                   “Madelain”


           ¡Madelain! ¡Mi dulce Madelain! Aquella dama que me escuchaba cada noche, aquella joven que me hacía compañía, aquella muchacha que aguantaba mis penas, aquella doncella que me susurraba entre los árboles palabras de aliento y ternura. Siempre fue ella, siempre estuvo conmigo, nunca me abandonó. Poco a poco me llamaba, diciendo mi nombre dulcemente, quería que me reuniera con ella, uno de mis cálidos besos pedía mi amada, encantado se lo concedí.
          Tan pronto como puse mis labios sobre los suyos, pude sentir la misma sensación que experimenté aquella vez que rocé las hojas de la hiedra en su propia tumba. Leves pinchazos ponzoñosos, envenenados y llenos de muerte, se trasladaban e infectaban todo mi cuerpo poco a poco, cada poro de mi piel irradiaba muerte, pero no me importaba. Mi alma abandonaba mi cuerpo con cada segundo que seguía apoyando mis labios sobre los de mi amada Madelain, pero no me importaba. Lo único que quería en ese momento era sentirla a ella, sentir aquellas mariposas y saber que siempre, toda la eternidad, sería suyo. Te amo, Madelain.

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