Temo a los colibríes que revolotean en el alféizar de mi
ventana, los miro desde detrás del traslúcido y diáfano cristal. Aquel que es
el más delicado y frágil de toda la casa, el más gélido, tan frío que si
alguien se atreviera a tocarlo moriría congelado en cuestión de segundos.
Pero el cristal tienen una peculiaridad muy curiosa: al mínimo
toque de calor se resquebraja y se rompe. Muchas veces antes el cristal se
rompió, dejando miles de hebras afiladas que invitan a la muerte, a la carne
y a dibujar la línea en las muñecas que empuja al alma a escapar. Pero nunca
llega a escapar del todo.
Temo al Sol, las cálidas y suaves brisas veraniegas me
atormentan y, cual niña pequeña que se asusta del monstruo que vive oculto en
su armario y amenaza con comerla hasta las entrañas, me agazapo bajo las sábanas
de mi cama y espero a que llegue el otoño, donde el álgido viento volverá a
envolver mi cristal y evitará que esos pájaros entren en mi mente.
Sigo mirando los brillantes pájaros de alas centelleantes, argénteas,
deslumbrantes. Pico fino y esbelto. Patas con garras de plata las cuales no me
importaría que acariciaran dolorosamente mi piel, como ya han hecho antes.
Y entonces ocurre, para mi desgracia el Sol aparece y con
una de sus espadas luminosas golpea el frágil cristal. Mi mente se espanta y se
amedrenta a cada impacto. Mis pupilas brillan y se dilatan, se acerca lo peor,
lo indeseado, despreciable y odiado…
Temo por mi corazón, el cual palpita ahora sin parar. Los
veloces pájaros destrozaron el cristal y abrieron mi pecho con sus pequeñas
garras colándose en este de lleno. Sus ágiles alas se agitan en mi interior haciendo que mi corazón bombee sangre a un ritmo presuroso.
Calma, calma, me repito una y otra vez. No caigas, no caigas,
insisto en mis pensamientos. Pero no hace caso, no hay nada que hacer, los pájaros
ya están ahí y no van a escapar nunca más. Un nuevo sentimiento florece en mi
interior. Mi mente se rinde y deja paso a este abominable y repelente
sentimiento al que siempre he detestado y amado con todas mis fuertes. Mi mente
lo odia, pero mi corazón lo ama.
Temo que al salir a la calle vea algo o a alguien y los
pájaros se encaprichen de ello. Tapo mis oídos y grito con fuerza para evitar
escuchar algo que a los pájaros les guste y por consiguiente, a mí corazón. Arrancaría
los ojos de mis cuencas para no poder ver algo hermoso y que los pájaros
quisieran volar hacia aquello de extrema belleza.
Y entonces ocurre, palabras veladas venidas de un lugar que
no alcanzo a conocer se cuelan entre las hojas de los árboles moviendo estás, y
haciendo que un embriagador olor se cuele por mi ventana. Lo inhalo sin poder
evitarlo y todo mi ser se inunda de este arrebatador aroma. Abro los ojos,
destapo mis oídos y corro hacía la ventana. Apoyo mis manos sobre el alféizar, clavando los cristales rotos en mis palmas y convirtiendo el traslúcido
cristal en uno opaco de color rojo, me asomo y entonces oigo aquellas palabras,
aquel dulce sonido, aquel precioso silbido en el viento. Y lo veo entonces.
Temo al juglar que canta bajo mi ventana, temo que mis ojos
no puedan apartarse de este, temo que mis oídos sangren por la preciosa
musicalidad de sus palabras, tan hermoso que mis oídos no estén hechos para
aguantar tal luminosidad de sus cánticos y mueran.
Al igual que haría una damisela pretendida por un enamorado,
tiro el pañuelo de seda más preciado que tengo y espero que mi amado lo recoja.
Temo que las brisas cálidas se conviertan en gélidas y una
terrible y helada ráfaga del mismo llegue y haga volar mi pañuelo lejos de mi
amor.
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