viernes, 19 de octubre de 2012

Colibríes


Temo a los colibríes que revolotean en el alféizar de mi ventana, los miro desde detrás del traslúcido y diáfano cristal. Aquel que es el más delicado y frágil de toda la casa, el más gélido, tan frío que si alguien se atreviera a tocarlo moriría congelado en cuestión de segundos.

Pero el cristal tienen una peculiaridad muy curiosa: al mínimo toque de calor se resquebraja y se rompe. Muchas veces antes el cristal se rompió, dejando miles de hebras afiladas que invitan a la muerte, a la carne y a dibujar la línea en las muñecas que empuja al alma a escapar. Pero nunca llega a escapar del todo.

Temo al Sol, las cálidas y suaves brisas veraniegas me atormentan y, cual niña pequeña que se asusta del monstruo que vive oculto en su armario y amenaza con comerla hasta las entrañas, me agazapo bajo las sábanas de mi cama y espero a que llegue el otoño, donde el álgido viento volverá a envolver mi cristal y evitará que esos pájaros entren en mi mente.

Sigo mirando los brillantes pájaros de alas centelleantes, argénteas, deslumbrantes. Pico fino y esbelto. Patas con garras de plata las cuales no me importaría que acariciaran dolorosamente mi piel, como ya han hecho antes.
Y entonces ocurre, para mi desgracia el Sol aparece y con una de sus espadas luminosas golpea el frágil cristal. Mi mente se espanta y se amedrenta a cada impacto. Mis pupilas brillan y se dilatan, se acerca lo peor, lo indeseado, despreciable y odiado…

Temo por mi corazón, el cual palpita ahora sin parar. Los veloces pájaros destrozaron el cristal y abrieron mi pecho con sus pequeñas garras colándose en este de lleno. Sus ágiles alas se agitan en mi interior haciendo que mi corazón bombee sangre a un ritmo presuroso.

Calma, calma, me repito una y otra vez. No caigas, no caigas, insisto en mis pensamientos. Pero no hace caso, no hay nada que hacer, los pájaros ya están ahí y no van a escapar nunca más. Un nuevo sentimiento florece en mi interior. Mi mente se rinde y deja paso a este abominable y repelente sentimiento al que siempre he detestado y amado con todas mis fuertes. Mi mente lo odia, pero mi corazón lo ama.

Temo que al salir a la calle vea algo o a alguien y los pájaros se encaprichen de ello. Tapo mis oídos y grito con fuerza para evitar escuchar algo que a los pájaros les guste y por consiguiente, a mí corazón. Arrancaría los ojos de mis cuencas para no poder ver algo hermoso y que los pájaros quisieran volar hacia aquello de extrema belleza.

Y entonces ocurre, palabras veladas venidas de un lugar que no alcanzo a conocer se cuelan entre las hojas de los árboles moviendo estás, y haciendo que un embriagador olor se cuele por mi ventana. Lo inhalo sin poder evitarlo y todo mi ser se inunda de este arrebatador aroma. Abro los ojos, destapo mis oídos y corro hacía la ventana. Apoyo mis manos sobre el alféizar, clavando los cristales rotos en mis palmas y convirtiendo el traslúcido cristal en uno opaco de color rojo, me asomo y entonces oigo aquellas palabras, aquel dulce sonido, aquel precioso silbido en el viento. Y lo veo entonces.

Temo al juglar que canta bajo mi ventana, temo que mis ojos no puedan apartarse de este, temo que mis oídos sangren por la preciosa musicalidad de sus palabras, tan hermoso que mis oídos no estén hechos para aguantar tal luminosidad de sus cánticos y mueran.

Al igual que haría una damisela pretendida por un enamorado, tiro el pañuelo de seda más preciado que tengo y espero que mi amado lo recoja.

Temo que las brisas cálidas se conviertan en gélidas y una terrible y helada ráfaga del mismo llegue y haga volar mi pañuelo lejos de mi amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario