Este cuento que estás a punto de leer,
no es el típico relato lleno de castillos encantados, corceles
blancos de largas crines que bailan con el viento, pérfidas brujas o
finales felices. Tan distinto es este cuento que quizás quieras
dejar de leerlo en cuanto veas el horror que lleva en cada una de sus
letras; la oscuridad, la tenebrosidad y la lobreguez de cada sílaba
marchita.
Quizás esto no se debería llamar
“cuento” entonces, pero lo llamaremos así por un único elemento
que es tan característico en este género de literatura, que opaca
cualquier otra categoría en la que podamos clasificar este texto:
Una princesa.
Una princesa no de trenzas doradas ni
de suaves hebras conformando su cabello, ni de sonrisa dulce y labios
de color cereza. Nuestra princesa tenía el cabello de paja, una
mirada apagada y una sonrisa melancólica con la que siempre
intentaba llenar la soledad que sentía cada vez que se mirada en el
vacío espejo que adornaba sus aposentos.
Ella era de delgada figura, expresión enfermiza en su marmóreo rostro, y sobre éste, incrustados dos
cristalinos ojos que parecían no tener vida. La princesa cantaba,
reía e incluso bailaba cuando era preciso, en la superficialidad de
su alma se divertía, mas en su corazón sabía que no era feliz,
algo faltaba, ¿pero qué podía ser? Algo no iba bien y ella en el
fondo lo sabía pero no quería darse cuenta.
La verdad era que su castillo estaba
construido sobre un pantano y amenazaba con hundirse en cualquier
momento. La robusta, dura roca y de aburrida apariencia parecía
sostenerse sobre el lago negro en el que crueles sirenas de dulces
cánticos invitaban a saltar desde una de las altas torres.
Un día, ocurrió algo fatal.
El castillo se comenzó a hundir, mas
la princesa no le dio importancia:
“El Rey y la Reina lo arreglarán,
siempre lo hacen. No tengo de qué preocuparme”
Y dicho esto la princesa se sentó en
el suelo y comenzó a jugar con una preciosa muñeca de porcelana ya
destrozada, con un rosáceo vestido raído y las cuencas de los ojos
vacías. La gustaba jugar con aquellas cosas, la gustaba sentirse
niña, y como era la princesa del castillo y hacía lo que quería,
nadie le reprochaba nada.
Una larva de mariposa salió del ojo de
la muñeca, pero la princesa no se asustó, simplemente sacudió la
muñeca y dejó que el asqueroso e inmundo animal se alejara. Este se
quedó en una esquina de la habitación esperando en silencio.
En esto llegó el otoño, las nubes de
color gris, las mariposas muriendo y el cántico de las sirenas
destrozado, clamando a gritos que las sacaran de la fría y gélida
agua de color negra. Maldito pantano que seguía hundiendo el
castillo a cada segundo agrietándolo más, rompiéndolo por
completo. Muchas de las rocas que conformaban el adarve habían caído
ya, mas la princesa no se había dado cuenta. Ella se encontraba en
la torre del homenaje, hacía días, semanas, que no se movía
de allí, pasando su vida casi sin darse cuenta, un día tras otro,
un día tras otro. Cada preciso y efímero instante de felicidad ella
lo veía pasar orbitando a su alrededor pero jamás llegando a ella.
Y entonces, asomada a la ventana y
mientras suspiraba, vio revolotear a su alrededor una mariposa. Una
pequeña sonrisa se dibujó en su rostro y dejó que el insecto
volara libremente por allí, pero la mariposa decidió posarse sobre
la mano de la princesa y entonces descubrió que no era una mariposa
cualquiera. Sus alas negruzcas, de gran tamaño y patas peludas la
delataban. Un dibujo aterrador sobre sus alas afirmaban lo que
parecía inevitable: La calavera, la muerte. Una Esfinge Calavera se
había posado sobre la princesa, no felicidad ni alegría, no un
sentimiento de paz, ni una brizna de hierba fresca. Solo la muerte.
La princesa de paja echó a la mariposa
de su castillo y le chilló que no volviera, con todas sus fuerzas
lloró de rabia pura, su nítida y tímida voz ahora opacaba los
graznidos de los cuervos. Atronador destello del eco que inunda el
nublado cielo.
Cuando
el Sol está a punto de huir de la Luna, su más perversa enemiga, un
trocito de cielo muere, su sangre va empapando las nubes y el tono
azulado que suele tener el firmamento.
Y entonces oscurece y el Sol muere por enésima vez, los dioses
limpian el cielo y sobre este se refleja el oscuro pantano.
Y
el castillo... el castillo se hunde. Las rocas se sumergen en el
pantano, que ahora se tiñe de rojo por culpa de las sirenas que
mueren aplastadas por la fría piedra, sus cráneos se rompen y sus
ojos explotan. Ya nunca más volverán a cantar, nunca más atraerán
la muerte, nunca más a la Esfinge Calavera. Nunca más.
La
princesa de cabellos de paja sufría en silencio aquella catástrofe,
se aferraba a su muñeca, cerraba los ojos con fuerza e imaginaba que
estaba en otro lugar mejor. El Rey desapareció y la Reina, desconsolada, intentaba entrar en los aposentos de la princesa, más
esta no la dejaba. Simplemente siseaba para que se callara y agarraba
su muñeca con fuerza. El castillo acabó por hundirse, pero la
princesa no murió, milagrosamente se salvó. Salió de su habitación
y no vio nada. Todo estaba vacío. Era negro y rojo y gris oscuro.
Todo había desaparecido. Su castillo ahora parecía una pocilga y
sus ropajes parecían de sirvienta, tal vez así hubieran sido
siempre.
Agarró
con las manos la muñeca rompiéndola por completo, su infancia rota,
¿su infancia? Hacía mucho tiempo que había dejado de ser una niña
pero no se había dado cuenta. Ahora, lo que hace un segundo estaba
bien, destruido se hallaba. Sueños, ilusiones, deseos... Maldita
mariposa, maldita mariposa de alas negras que atrae las desgracias a
una pobre flor de cristal que ya tiene demasiadas grietas. No la
atormentes más, cruel y vil mariposa negra, deja a la niña en paz.
Cuando
todo parecía estar perdido, una vendedora de manzanas rojas pasó
delante de las ruinas del castillo y miró a la ahora mujer.
_¿Qué
te pasa, niña?
_¿Niña?
Yo ya no soy una niña.
_Cierto,
no lo eres. _La anciana la ofreció una manzana, pero la niña la
rechazó en un primer momento_ Cómela, y entonces algo cambiará en
tu vida. Algo que no ves aparecerá, está ahí.
_
¿El qué? Aquí no hay nada, solo roca muerta, cristal roto,
cortante y olor a tristeza. Ni siquiera ahora mis ojos desprenden las
suficientes lágrimas como para que pueda sobrevivir bebiendo de
ellas.
_
Tómala, niña. Mucho bien te hará.
Y
dicho esto la vendedora de manzanas desapareció. La princesa cogió
la manzana y jugó con ella un rato, pero sin dar ningún bocado,
no fuera a ser que se durmiera como en aquellos estúpidos cuentos de
ranas que se convertían en príncipes y de frívolas princesas que
solo buscan un marido que las sustente.
En
esto pasó un juglar. Un hombre de extraño humor que hizo reír a la
princesa por primera vez de verdad, chistes, canciones y versos
sacados de los más hermosos libros hasta entonces escritos. Halagos
y sensación de calidez en su pecho. Y sus ojos cristalinos ya
parecían tener algo más de vida.
_
¿Y qué hacéis ahí parada, princesa?
_
¿Qué más puedo hacer sino, querido juglar de miel?
_
¡Comed la manzana! Muy delgada estáis, debéis tomar algo si queréis
bailar y cantar de verdad.
_
¿Por qué una manzana me ayudará ahora?
_
¿Y por qué no? Mirad más allá de vuestra nariz, hay algo ahí de
lo que nunca os habéis dado cuenta, probad y veréis.
La
princesa dio un pequeño bocado y en un instante, sus papilas
gustativas se abrieron ante un sabor nuevo, el éxtasis la sumergió
entera en un placer inimaginable. ¡Dulce ambrosía! ¡Dulce rojez
que no mata! Otro bocado, y otro más, una pequeña gota del zumo de
la manzana se deslizó por su cuello bañando este y cayendo hacia el
suelo. Sobre una pequeña florecilla de color roja.
La
princesa miró hacia abajo y lo vio, su expresión pasó a ser de
confusión y dejó la manzana a un lado.
_
¿Qué os asombra tanto, princesa?
_
Una flor a mis pies, querido juglar de miel.
_
¿Una flor? ¿Y si tiráis de ella? Quizás no sea una flor.
La
princesa lo hizo y tiró de la flor, con mucha fuerza, toda la que
tenía, hasta que la flor empezó a ascender por sí sola dejando ver
un robusto árbol con las hojas más rojas y bellas que los propios
rubíes. De su tronco la savia salía con fluidez y hacía que este
brillara en tonos dorados, como si fuera oro.
_
Un árbol... _susurró la princesa_ Un árbol hermoso, cálido, lleno de
luz.
_
Ahí está. No todo está perdido, princesa. Este árbol es como un
rayo en vuestra vida ahora.
_
¿Un rayo?
_
Un destello de luz que ilumina la oscuridad y que huye del atronador
eco de la maldad y la desolación, esta nunca le alcanza, nunca lo
hizo y nunca lo hará.
_
Que hermosa visión, querido juglar de miel, quiero vivir en el árbol.
Pero
al decir esto el juglar se fue y la princesa descubrió que este
camino era solo suyo, nadie más podía recorrerlo. Podía quedarse
en su castillo y dar la espalda al árbol rojo o fundirse con él. La
princesa no dudó y abrazó el árbol introduciéndose en él poco a
poco. Y con un destello de luz tan luminoso como un potente rayo,
desapareció.
Nadie sabe a donde fue, tampoco hablaron de ella demasiado. Solo ella lo sabe y así será siempre.
Nadie sabe a donde fue, tampoco hablaron de ella demasiado. Solo ella lo sabe y así será siempre.
muy bonito
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegro de que le haya gustado.
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